Ayer llevé toda mi ilusión a Munro, mi corazón palpitaba sólo de imaginar a las tropas rojinegras avanzar hacia el enemigo. Sabía que las estadísticas jugaban en contra, pero en el fútbol nada está dicho antes de que corra el esférico.
Al finalizar en encuentro se me derrumbó el mundo. El vacío invadió mi ser, al igual que cuando vi la roja al Burrito Ortega, rodeado de camisetas naranjas. Esa sensación post-mundial, de sueños rotos y oportunidad perdida.
La escena se volvió sepia, como una película de la época de oro de Hollywood, como Casablanca. Nada tenía sabor, olor, tacto. El día se escapaba hacia la medianoche y yo trataba de aferrarme a cada segundo, como si en algún lugar profundo de mi conciencia soñara que mientras fuese el mismo día algo iba a poder cambiar.
Eso no ocurrió, el Beethoven había perdido 2 a 0 ante La Gloriosa 87 y había sido eliminado del Torneo. Sin reclamos, sin polémicas, sin nada más que hacer. Así de simple, un hecho tan simple que contiene una crueldad inconmensurable.
Como si esto no fuera suficiente, el segundo tiempo actuó de referee ese ser vil y desalmado del Sr. Di Polito. Con un semblante frío, como desconociendo que la camiseta que estaba antes sus ojos fue la que lo vio nacer futbolísticamente. Con una imparcialidad irritante pitó el final del encuentro y en sus ojos vislumbré un brillo de alegría. Otra ironía de la vida, cuando los senderos se dividen y un caudal de agua se filtra entre ellos, ya no hay puentes posibles.
Los minutos pasaron y mi alma se fue, sola, a buscar algo de consuelo gastronómico. Al mejor estilo road movie fui a una gasolinería a por alimento. Todo parecía escrito por el destino, despiadado. Sólo quedaban una hamburguesa con queso y una empanada. Secas ambas, despreciadas antes cantidades de compañeras que ya habían sido elegidas y consumidas por los comensales del día, esperando a un desdichado que se apiade de ellas.
Los primeros bocados no tuvieron sabor, al punto que debí controlar no estar comiendo el envoltorio en vez del producto. Pero luego, algo mágico pasó en mi. La textura y los sabores comenzaron a aparecer. Mi mente se llenó de imágenes de esa noche. Vi a los guerreros rojinegros vendiendo caro su pellejo, luchando cada pelota, desesperados. Pude recordar las pelotas en los palos, las chances que la caprichosa no quiso aprovechar para abrazar la red rival. Recordé el pecho levantado y la frente alta hasta el último segundo, como ignorando tosudamente una realidad incorregible a ese punto.
Fue entonces cuando encontré la paz, porque el fútbol es así. La distancia entre una victoria y una derrota puede ser la misma que entre la cara y la seca de una moneda. Lo que no cambia, lo que no es impredecible es el sentimiento, el coraje, el valor. Los jugadores del Beethoven demostraron de qué están hecho y eso, para mi, es impagable.
Hasta el 2014.
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